La Guerra del Pacífico: Los Héroes Olvidados, Los que Nunca Volverán 

 

 

 

 

Un hombre solo muere cuando se le olvida

*Biblioteca Virtual       *La Guerra en Fotos          *Museos       *Reliquias            *CONTACTO                              Por Mauricio Pelayo González

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Cuando a tu paso tropieces con una lápida, aparta la vista para que no leas: AQUÍ YACE UN VETERANO DEL 79. Murió de hambre por la ingratitud de sus compatriotas.

Juan 2º Meyerholz, Veterano del 79

 

 

 

 

 

 

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RELATO DE JUAN A. CABRERA G.

(21 de Mayo de 1879)

I

He oído referir de mil maneras diversas los sucesos que se desarrollaron el 21 de Mayo en la rada de Iquique y de los que posteriormente he sido testigo como prisionero de la Esmeralda en esa inolvidable jornada.

He visto asimismo que muchos ignoran en su mayor parte los detalles de esos acontecimientos. Como sobre hechos de tanta importancia no es posible, que haya ninguna duda, ni que se dejen propagar erróneas aseveraciones, me he creído obligado a emprender la publicación de una exacta relación de cuanto me conste sobre  la gloriosa Es­meralda.

De este modo satisfago también las exigencias de varios amigos que me han pedido que consigne en algunas hojas mis recuerdos del combate del “21 de Mayo” y de nuestro cautiverio.

Si hasta ahora no lo había hecho, era principalmente porque la creía poco oportuna. Pero la consideración de ser hoy el primer aniversario de la memorable      epopeya de Iquique, me hace olvidarlo todo para no pensar sino en tributara a los héroes de esa jornada, en la medida de mis fuerzas, con el relato del prodigio que realizaron, la más justa y merecida admiración.

II

La escuadra se había hecho a la mar la noche del 17 de Mayo, y su rumbo era desconocido para los que quedaban. Al resolverse a emprender la expedición que llevó a la escuadra chilena a las aguas del Callao, se designó a la Es­meralda para que continuases sosteniendo el bloqueo del puerto de Iquique, como hasta entonces lo había hecho, pues era el buque encargado especialmente de este servi­cio. Chille entero conocía perfectamente la gloriosa corbe­ta; testigo del arrojo de Williams y del valor de tantos otros que la tripularon; de modo que, aunque me fuera posible hacer de ella una descripción detallada, me abstendría por ser completamente inútil.

La Covadonga, que debía también seguir el mismo rumbo que la escuadra, tuvo que ver partir a sus demás compañeros porque su máquina, no podía funcionar bien.

Quedaban pues, en Iquique los buques más queridos para todo chileno.

III

Amaneció el 21 de Mayo para los tripulantes de ambas naves, como todos los días de aquella pesada y aburridora vida del bloqueo.

El aspecto del cielo no ofrecía nada de notable y que pu­diera augurar alguna coincidencia con los sucesos que más tarde fueron testigos mudos aquella playa y aquel puerto, donde ahora, flamea victoriosa la insignia nacional.

Las tareas cotidianas se empezaron como de costum­bre, con la misma regularidad.

IV

A las siete y cuarto, próximamente, estaba yo en pié e instantes después subía a la toldilla: “Humo al norte,” fue lo primero que oí.

Algunos creían que era la escuadra chilena que volvía. El día anterior el capitán Prat, había dicho a Wilson, por medio del semáforo en que estaban ejercitándose: “La escuadra volverá pronto victoriosa.” Pero esas primeras ilu­siones fueron disipándose cuando se vio que eran dos humos solamente, y por último cuando se reconocieron buques enemigos.

Las espesas columnas de humo que arrojaban, dividién­dose a veces, habían dado lugar al principio a la creencia de ser varias las naves que se aproximaban.

El comandante Prat mandó a Fernández que hiciera se­ñales a la Covadonga preguntándole “¿Almorzó la gente?”

Contestada afirmativamente esta pregunta, hizo tocar a generala y en pocos minutos todos estaban en sus puestos.

Solo yo quedaba sin colocación. Como esto no me pare­ció posible en casos como ese, cuando el enemigo se reco­noció me dirigí al comandante y le pedí me designara algún puesto. Me dio entonces a elegir entre ir a la ambulancia, o quedarme a su lado. Esto último acepté: me sentía mejor al aire libre.

Cuando se tocó generala, aun no se estaba seguro de que fueran enemigos los buques avistados; solo había probabilidad, que en pocos instantes, se cambiaba en certidumbre.

Mientras tanto, la Covadonga, izando el anclote con que estaba fondeada, salía al encuentro de los buques para reconocerlos; lo mismo hacía la Esmeralda poco después

Serían como las 8 A. M. cuando la Covadonga hiso un disparo con pólvora, que indicaba que buques enemigos se acercaban. Ya de la Esmeralda se había podido reconocer a tan inesperados huéspedes y en ambos buques debían latir al mismo impulso todos los corazones.

El capitán Prat había mandado traer algunos marineros que se ocupaban en resacar agua en una chata anclada en la bahía. La tripulación estaba pues, completa. En cuanto se tuvo la evidencia de que los buques avistados eran enemigos, dirigí al capitán Prat y le hablé sobre arreglar un torpedo. En el acto ordenó a Serrano preparar un bote, a Fernandez un tarro de capacidad para más de setenta libras de pólvora, que lleno de esta      serviría de torpedo, y a mí la pila, alambre y demás útiles para hacerlo estallar.

Volvió Serrano como diez minutos diciendo que era imposible el arreglo del bote por no haberse alcanzado a hacer algunas piezas que el día antes se había ordenado trabajar  con el mismo objeto. Se insistió en arreglarlo, pe­ro se tropezó con los mismos inconvenientes. Se abandonó entones la idea de poder defenderse y ofender a un enemigo inmensamente más poderoso que nosotros con este elemento destructor.

Es de Advertir que dos días antes se había hecho experimentos de torpedo con los pocos elementos que se podía disponer, y que en vista de esto se había ordenado preparar convenientemente uno de los botes; pero, como ya hemos dicho, en este día no estaba terminado aún su arreglo.

Fernández, sin embargo, continuaba en su trabajo. Como la Santa Bárbara era estrecha, había sacado alguna canti­dad de pólvora y llenaba el torpedo en el entrepuente.

Cuando él estaba, en esta operación, el combate había em­pezado. Si alguna granada hubiera estallado en esta parte, una            explosión habría tenido lugar con fatales resultados para nosotros. Pero a pesar del peligro era necesario proceder así.

La Covalonga había hecho rumbo hacia nosotros, y la Esmeralda se mantenía sobre su máquina, teniendo ya su proa al Sur después de haber reconocido al enemigo. Pocos momentos más tarde pasaba al costado nuestro, y Condell, colocado en la toldilla, su puesto de combate, decía al capitán Prat que el Huáscar e independencia eran los bu­ques reconocidos. Este contestó que ya lo sabía y agregó: “MANTENERSE A POCO FONDO; USAR PROYECTILES DE ACERO.” El comandante Condell, con voz fuerte y clara, terminó aquel diálogo de titanes con la desde entonces célebre y estereotipada frase: All right.

Esta contestación y la orden concisa pero terminante, caracterizan por si solas el temple de alma de ambos campeones. Sereno y resuelto el uno, se prepara al combate y ordena el sacrificio en nombre de la patria; el otro, con la sonrisa en los labios, lo acepta y lo secunda.

Pero lo mejor que sienta, en la boca del héroe y que da a conocer mejor su gran corazón, es la arenga que dirigió a la tripulación despanes de aquella corta pero eterna despe­dida.

La Covadonga seguía navegando, y al pasar cerca de nuestra proa, el Huáscar rompía sus fuegos yendo a estallar el primer proyectil entre ambos buques y alcanzando el torbellino de agua que levantó a salpicar la cubierta de nuestras naves.

Eran las 8.40: el combate estaba, pues, empeñado. El cruento sacrificio iba a comenzar: el primero de los márti­res que debía inmolarse, estaba de pié en su puesto de ho­nor. Su fisonomía revelaba la calma del que estaba resuel­to a cumplir con su deber, cualesquiera que sean las cir­cunstancias en que la fortuna lo coloque.

La presencia de las naves enemigas en la rada de Iqui­que, indicaba, sin dejar la menor duda, que nuestros ene­migos nos provocaban a un combate que por nuestra parte solo podía terminar con los elementos que la patria había puesto en manos de nuestros marinos. Así lo comprendió el capital Prat, y así lo dijo a su tripulación, que escuchó con alma y resuelta la siguiente arenga que le dirigió des­de la toldilla de su nave inmediatamente después que el primer proyectil peruano estalló cerca de nuestra proa:

“Muchachos: la contienda es desigual; pero ánimo y valor.

“Hasta el presente, ningún buque chileno ha arriado jamás su bandera. Espero, pues, que no sea esta la ocasión de hacerlo. Por mi parte, os aseguro que mientras viva, tal cosa no sucederá, y después que yo falte, quedan mis oficiales que sabrán cumplir con su deber. ¡¡Viva Chile!!”

Estas últimas palabras las pronunció sacándose la gorra y el entusiasmo que produjeron fue indescriptible. La tripulación entera tiraba al aire sus gorras haciendo resonar con la recepción de ese glorioso ¡¡Viva Chile!! Aquella bahía triste y silenciosa poco ha.

En el timbre de la voz con que pronunció su arenga se advertía perfectamente la tranquilidad con que había tomado su resolución. Su aire era arrogante, su voz entera y su rostro estaba más bien encendido que pálido.

Como he dicho, el primer proyectil había sido lanzado por el enemigo y era preciso contestar aquel reto. Como la tripulación estaba casi loca vívanlo a Chile, fue necesario que los         oficiales enérgicamente la hiciesen guardar silencio y que ocupara tranquila sus puestos respectivos. Muchos habían quedado con la cabeza descubierta, pues sus gorras habían caído al mar al tirarlas al aire.

Un toque se sintió y en seguida el estampido de varios cañones; la voz de “romper el fuego” había sido dada por el comandante. La Independencia por su parte, había empezado el combate con un vivo cañoneo que dirigía alterna­tivamente a nuestros buques.

La Covadonga había tomado al Sur e iba doblando la isla, y tan cerca de ella que a veces creíamos se iba a varar. El Huáscar hizo entonces señales a la Independencia para que la siguiera, concretándose él a la Esmeralda.

En estos momentos fue cuando Velarde, oficial que hiso las señales a la Independencia, recibió varias heridas por balas de nuestros rifleros y quedó tendido en cubierta hasta que terminó el combate, porque nadie se atrevió a salir de las cuatro y media pulgadas de blindaje. A pesar de que el caso era tan serio, las necesidades del estómago se dejaron sentir sin embargo. La hora era avanzada y la del almuerzo había pasado ya. El teniente Serrano me indicó el lugar en que había algo con que entretener el ape­tito. Bajé a la cámara y subí poco después con algunos co­mestibles, que en medio de sus ocupaciones y del silbido de las balas, consumieron en parte algunos oficiales.

El Huáscar había concretado sus fuegos solo a la Es­meralda desde hacia tiempo, sin conseguir hacerle otro daño que cortarle un cabo. Pero al fin le dio un balazo en la cámara de oficiales, haciendo en los camarotes algunos es­tragos y produciendo un incendio. Serían como las 10 y medio día de la mañana.

Inmediatamente la sección de bomba, al mando de Fer­nández, guardia-marina de entrepuente, se puso a trabajar y en pocos minutos; todo peligro había desaparecido.

La humareda que produjo la bala era tanta, que pare­cía que los que estaban apagando no podrían permanecer envueltos en aquella atmósfera espesa y sofocante. Entonces le observan a Prat que si no sería bueno abrir el cubi­chete para que saliera el humo que impediría tal vez traba­jar a los de las bombas.

En la contestación a esta observación, tan solo hecha en un caso repentino, encuentro una nueva prueba de la serenidad y sangre fría con que Prat presen­ciaba y dirigía aquel combate. “Si se abre el cubichete, con­testó, se produce tiraje, porque se establece corriente de aire y entonces el incendio aumenta.”

La explicación del fenómeno físico a que se refería, aun­que sencilla, pero dicha en aquel pequeño trance, sería           como lo he dicho, elocuente prueba, si no hubiera tantas otras, de la serenidad y del valor de aquel hombre excepcional. Y poco después decía a los sirvientes de los últimos cañones de estribor, al ver que se precipitaban mucho para cargar y disparar y que por esto las punterías no eran muy buenas:

“¡Muchachos! No hay que apurarse: tirar menos y apuntar mejor!”

Miént.ras tanto, la Esmeralda había llegado a colocarse como a cuatro brazas de fondo cerca del muelle del ferro­carril. En esta posición, los proyectiles del Huáscar podían causar averías en la población; pero disminuyó sus disparos. Sin embargo, a pesar de esto y de haberse colocado en mejores condiciones, hubo algunos que pasaron cer­ca del hospital, uno de los cuales, según supimos después, mató la mula que tiraba un carretón.

Como estábamos tan cerca de tierra, algunos cañones colocados próximos al hospital, y la tropa apostada en los fosos de la playa, rompieron contra nosotros un nutrido y certero fuego.

Muy pronto se vio correr la sangre generosa de muchos tripulantes; pera, lejos de desmayar, mayor era el entu­siasmo. Marinero vi que heridos de alguna consideración en el antebrazo derecho, no quería bajar a la ambulancia por no abandonar su puesto. Más tarde, cuando encontró oportunidad, volvió a tomar su antigua colocación.

El bravo muchacho reposa ahora tranquilo en la rada de Iquique, al lado de los demás compañeros que ese día pe­recieron.

El comandante había mandado cubrir la batería de estribor y romper el fuego sobre tierra. El efecto que hicie­ron nuestras balas nunca lo pudimos saber con seguridad, porque todo lo ocultaban los peruanos cuando nos tenían prisioneros.

El primer proyectil que nos dieron de tierra, al pegar en el cabillero, junto al último cañón de estribor levantó una nube de astillas que cubrió a todos los de esa pieza y casi cegó al cabo que en ese momento apuntaba. Este empezó a manotadas para sacarse las astillas de la cara y espesa barba que tenía, y volviéndose hacia la popa le dijo al capitán Prat: “No es nada, señor;” y continuó apuntando.

La Esmeralda   se alejaba, sin embargo, hacia el Norte; pero contestando tanto los fuegos del Huáscar, como los de tierra.

Poco rato antes un bote se desprendió del muelle y a to­do remo se dirigió al Huáscar. Apenas se vio esto, empeza­mos a hacerle fuego; pero el bote llegó al costado del monitor, y el práctico de la bahía, a quien conducía, subió, a su bordo y notició a Grau que no había peligro ninguno para emplear el espolón. Según supimos, habían creído que una red de torpedos nos protegía; pero, por lo dicho por el prác­tico, y sobre todo al ver que la Esmeralda se retiraba hacia el Norte, se dispusieron inmediatamente a emplearlo.

Serían más de las once próximamente cuando el Huáscar dirigió su proa hacia la Esmeralda.

El capitán Prat, al notar esto, sacó del bolsillo de su levita los papeles de importancia que desde el principio del combate había hecho traer de su cámara, y partiéndolos en varios pedazos los arrojó al mar. En seguida se colocó jun­to a las manillas del telégrafo que lo ponía en comunica­ción con la máquina; pero observando siempre al enemigo. Toda la correspondencia que debía mandarse a Valparaíso en el vapor de la carrera, que se esperaba ese día, estaba convenientemente preparada para ser arrojada al mar si era necesario. El Huáscar   se aproximaba cada vez más y el fuego de fusilería era también más nutrido.

Solo los cañones permanecieron mudos por cortos ins­tantes. El momento supremo llega, y el capitán Prat go­bierna a babor, mandando dar toda fuerza a la máquina, que en esos momentos funcionaba con dos calderos; el otro se había inutilizado al moverse de su fondeadero. El monitor nos daba el primer espolonazo por el costado de babor.

A pesar de haberlo evitado en lo posible, el choque fue terrible; el buque crujió espantosamente; parecía que no había quedado un solo madero en su lugar.

Los rifleros redoblaron su empeño y la batería toda de ese costado lanzaba impotente sus proyectiles de acero so­bre el monitor. Estos no hacían otra cosa que ligeros ras­guños en su coraza de hierro.

Con la velocidad que traía el Huáscar, dejó por algunos instantes su proa        como embutida en el costado de la Esmeralda, que, medio tumbada, era empujada por el monitor.

El comandante Prat observó que los buques continua­ban juntos.

Fue entonces cuando tomó la resolución de abordar al enemigo. Dio una mirada hacia atrás como para ordenar al corneta tocara al abordaje, y no viéndole, se afirma en la
baranda y con toda la fuerza de sus pulmones grita a la tripulación: “¡AL ABORDAJE, MUCHACHOS!” El estruendo de los cañones impide que oiga la tripulación, la que furiosa cargaba las piezas y disparaba sobre el enemigo. Prat comprendió esto y redoblando sus esfuerzos gritó por dos veces más: “¡AL ABORDAJE, MUCHACHOS!” Todo es inútil, porque nadie le oye.

Los buques continuaban juntos. Entonces tiene la idea de dar el ejemplo: tal vez podían verlo mejor que oírlo. Se le ve pues con gran agilidad pasar entre los cabos y jarcia y poner el pié sin vacilar sobre la proa del Huáscar. El sargento Aldea le seguía.

 El monitor se retira y frustra con esto las esperanzas de todos, que lo habrían seguido.

Una vez, en la cubierta enemiga, Prat desenvaina su es­pada y con paso marcial avanza hacia la torre del combate. Aldea era su sombra. Se le ve todavía mirar hacia su derecha, tal vez para alentar a los que suponía le, siguiesen, y caer en seguida por una bala que lo debió matar ins­tantáneamente al penetrarle en medio de su frente venerada..

Aldea caía también cubierto por más de diez balazos que no fueron bastante para arrancar de aquel cuerpo su alma generosa.

Séame permitido, antes de continuar, decir algo más so­bre este bravo entre los bravos.

El combate había empezado y Aldea, que estaba a la cabeza de la tropa que hacía la guardia de bandera, me dice: “¿QUE LE PARECE SEÑOR, COMO NOS HAN DEJADO SOLOS? AQUI TENEMOS TODOS QUE MORIR; PERO QUE HACERLE! SOIMOS CHILENZOS Y SI SE NOS LLEGA LA HORA....” Volvió en Seguida la vista hacia el palo de mesana, y viendo al corneta muchacho de diez años a lo más, que estaba sentado como ocultándose con el palo de las balas enemigas, se va donde él, le da un puntapié y le dice: “COBARDE, ANDA A PARARTE AL LADO DE TU COMANDANTE.”

El pobre muchacho al primer espolonazo se bajó a la cubierta y se puso junto al mismo palo. Ahí una bala le dejó solo el tronco de su cuerpo. Por esto fue que el coman­dante no lo vio al querer ordenarle tocase al abordaje.

Por lo dicho antes se ve que el sargento Aldea era un hombre que conocía perfectamente su situación y los deberes imperiosos que como chileno tenía que cumplir. Su tez era morena, más bien alto y flaco. Su aspecto no parecía revelar el alma que en esos momentos manifestó animaba aquella naturaleza al parecer casi raquítica.

A pesar de esto y de haber recibido tantas heridas, mu­rió tres días después en el hospital do Iquique, sufriendo antes la amputación de un brazo y una pierna.

Volvamos al combate.

En pocos instantes la muerte de Prat era conocida de casi todos. Uribe, su segundo, que estaba a proa, corrió a ocu­par su puesto. Serrano, Riquelme, Fernández, Zegers, Sánchez, Wilson y Hurtado, corren a agruparse al lado del nue­vo comandante. Pocas palabras se cambian entre ellos, porque el mismo sentimiento los domina.

Uribe termina aquella corta revista, que solo debía te­ner por objeto comunicarse todos que su ilustre jefe había muerto, diciéndoles: “NOS MANTENDREMOS COMO ESTAMOS.”

Llamó en seguida al ingeniero Hyatt y le dijo: “TENGA LIS­TAS LAS VÁLVULAS.”— “ESTAN LISTAS,” contestó éste.

En esos momentos solemnes Serrano decía. “NO NOS QUEDA OTRA SALVACION QUE EL ABORDAJE” y corría a proa a apuntar y preparar su gente.

Riquelme, con su espada desenvainada, repetía anegado en lágrimas: “NUESTRO COMANDANTE HA MUERTO  Y ES NECESARIO VENGARLO” Y lloraba y gritaba incitando a todos a la venganza. Aquello electrizaba, infundía valor.

A todo el que encontraba a su paso repetía las mismas palabras, que parecían salir de lo más futuro del alma.

A pesar de todo, el fuego continuaba. La tripulación entera estaba dispuesta a sucumbir antes que rendirse.

Todos esperan un segundo espolonazo y se preparan para el sacrificio. Resueltos a morir, los oficiales se hacían recíprocamente las íntimas confidencias de la despedida hasta la eternidad. Cada uno creía que su compañero po­dría tal vez terminar con vida aquel día de solemne prueba y poder cumplir más tarde sus últimos deseos; porque también cada uno tenía la inquebrantable resolución de ofrecer en ese gran día su vida en holocausto a la bandera que flameaba inmaculada en lo alto de su nave tan querida.

Las despedidas y las confidencias eran cortas pero conmovedoras, terminando algunas con un efusivo abrazo, para correr en seguida cada cual a su puesto.

La hora de la segunda prueba se acercaba ya: Uribe, el nuevo comandante, sereno e impasible, estaba ya en el mismo lugar que poco ha ocupaba el inmortal Prat!

El Huáscar embiste por segunda vez con su espolón, la máquina de la Esmeralda apenas funcionaba, y a lo más, andaría de una y media a dos millas. Uribe manda dar toda fuerza a la máquina y gobierna para evitar el choque per­pendicularmente.

Por fin el Huáscar llega y su espolón penetra en proa por el costado de estribor. Fue aquel, como el primero, un terrible choque. Serrano, que como un león esperaba en el castillo, salta el primero espada y revólver en mano a la cubierta del Huáscar; lo seguirían como catorce hombres. A los pocos pasos una bala le atravesó el estómago; pero él, medio hincado y apoyado en su espada, gritaba a su gente:

“MUCHACHOS, DE ESTA NO LIBRO, PERO NO HAY QUE RENDIRSE.” Su gente continúa avanzando y uno a uno van ca­yendo. Solo dos quedaron con vida, pero heridos.

Veamos qué hacían los demás. Apenas los buques se juntaron se te tiró un cabo al enemigo. De este modo se habían amarrado, pero un marinero peruano, alto y negro, salió por una escotilla y sacó el seno del cabo que se había enlazado en un fierro del monitor. El negro pagó cara su salida, pues cayó acribillado de balas.

Mientras tanto, Fernández, y creo también que Zegers, se ocupaban con varios marineros en preparar un anclote para amarrarse con el monitor. Desgraciadamente, como habían sacado la primera amarra, el se alejó un poco y casi a toca-peroles descargaba su poderosa artillería, así como lo había hecho en el primer espolonazo.

Nuestros artilleros y rifleros no cesaban en tanto de ha­cer un nutrido fuego sobre el enemigo.

A Riquelme, que habría dado cien vidas por saltar al abordaje para vengar a su idolatrado comandante, le fue imposible cumplir sus ardientes deseos, porque la rapidez con que se separó el Huáscar no le dio tiempo.

Cuando vio que ya no podía hacerlo, corrió a un cañón y él mismo apuntaba y disparaba sobre el enemigo; pero las balas se encontraban con una coraza de hierro que no po­dían penetrar.

La cubierta de la Esmeralda estaba sembrada de cadáveres y restos mutilados. Los artilleros del Huáscar, lo mismo que sus rifleros, habían hecho numerosas víctimas en los dos espolonazos que le había dado. El agua derra­mada de las tinas de combate, mezclada, con la sangre de los muertos, la inundaba también por completo. A pesar de tanta destrucción y de los cuadros tan sangrientos que por do quiera se presentaban a la vista, el entusiasmo no disminuía; por el contrario, se convertía en frenesí.

El buque hacia agua en abundancia; la Santa Bárbara se había inundado; los fuegos de la máquina estaban apa­gados: la Esmeralda        era una boya.

La legendaria corbeta había llegado a Iquique en un es­tado tan lamentable que apenas se movía. Con los prime­ros movimientos de esa mañana, su máquina, como se ha visto, quedó en peores condiciones. Era, pues, imposible pensar en un abordaje preparado con un buque que apenas se movía; de modo que todo lo que se hizo con este objeto fue más de lo que racionalmente podía esperarse, y más que todo de la actividad, del valor y del entusiasmo que a todos dominaba.

Algunos saquetes quedan aún para disparar,    los pocos proyectiles que había sobre cubierta. Con éstos el fuego no cesaba a pesar de estar tan diezmada la tripulación.

En tanto la Esmeralda   se iba hundiendo poco a poco por su parte do proa.

El Huáscar, que se había mantenido a alguna distancia desde el segundo espolonazo, se acercaba nuevamente para embestir con su ariete.

A medida que se aproxima, los últimos cartuchos se van agotando en hacerle, una recepción digna de la resolución que se había tomado.

El último momento de aquella memorable lucha se acerca.

El Huáscar casi con toda la fuerza de su máquina, em­biste, choca por fin contra su heroica antagonista, que, com­pletamente inmóvil, recibe junto al palo mayor, por el costado de estribor, un estrepitoso y último espolonazo. La Es­meralda se mantiene sin embargo sobre las aguas algunos instantes más.

El enemigo se retira unos pocos metros: descarga su ar­tillería, que hace nuevas y numerosas víctimas entre los tripulantes de nuestra nave.

Riquelme, después del segundo espolonazo, se había colocado el último cañón de estribor junto a la toldilla y hacia él mismo de cabo de cañón.

Cuando el Huáscar, esta última vez, se preparaba a dis­parar sobre nuestra agonizante corbeta un disparo del cañón en que estaba Riquelme agotó tal vez el último cartucho que quedaba. Pero inmediatamente los disparos del enemigo llevaron a esa parte la desolación y la muerte. Solo se oyó el ¡ay! de los heridos y se vio un hacinamiento de maderos, de heridos y de cadáveres. Riquelme debía estar entre esos sangrientos despojos, herido o muerto, porque después nadie le vio ya.  

Los ingenieros y demás empleados de la máquina y varios otros, venían saliendo en ese instante a cubierta. Como no tenían nada que hacer en sus puestos y el último momento se acercaba, se le había dado, orden de salir; pero otra compañera de la bala que debió dar muerte a Riquelme, concluyó también con esos buenos servidores, y además con casi todos los heridos que habían recibido su primera cura en la ambulancia. Veinte y tantos por todos.

En estos solemnes momentos, un cabo de apellido Reyes tomó la Corneta que estaba  al lado del muchacho, que la tocaba al principio y que sin piernas yacía muerto, y arrojándolo primero al agua, empezó a tocar al abordaje hasta que el buque se hundió.

El último momento llega. Todos ya habían recibido orden de prepararse para luchar con las olas, nuevo enemi­go que se les iba a presentar.

Los oficiales se reunieron en la popa y se preparaban rá­pidamente para esa lucha, cuando el buque se hundió de improviso arrastrando a muchos hasta el fondo del mar. Enredándose ya en las jarcias, ya en las brazas y en otros objetos, supremos esfuerzos les costó para salir a la super­ficie de las aguas. Uno o dos, sin embargo, se arrojaron al agua en el momento de hundirse el buque, pero bastante trabajo les costó salir por el remolino que se había formado.

Los recuerdos de la patria, fueron los únicos que aún hasta el último y supremo instante hicieron latir el corazón de tantos bravos. En el momento mismo en que la nave se hundía en las aguas, la tripulación entera lanzó un ¡viva Chile!. Las aguas se agitaron al recibir en su seno tan sa­grados despojos, y las últimas vibraciones de la voz de esos valientes se acallaron ahogados por las ondas tumultuosas…

La memorable hecatombe del 21 de Mayo se había con­sumado y las cuatro banderas que ostentaba gallarda la nave capitana, el océano las había recibido inmaculada, en su seno: el honor de la patria se había salvado.

Los pocos que habíamos quedado con vida flotábamos sobre las aguas y nadábamos en dirección a tierra, de la que distábamos 1.700 metros próximamente.        

Muchos no sabían nadar, pero felizmente consiguieron tomarse de algún objeto de los muchas que el buque no había arrastrado consigo. Entonces pudimos reconocernos y contarnos, porque éramos muy pocos; no alcanzábamos a cincuenta. La tripulación de capitán a paje constaba de doscientos hombres y habían perecido más de las tres cuar­tas partes.

Cuando recién estábamos en el agua los rifleros peruanos nos hicieron algunos disparos.

El Huáscar con su proa al Norte se mantenía sobre la máquina a alguna distancia.

Instintivamente miramos hacia atrás cuando nadábamos hacia tierra, y vimos que la cubierta del Huáscar estaba llena de gente y que nos hacían señales con pañuelos para que nadásemos hacia ellos. Nosotros, sin embargo, nos mantuvimos asidos de coyes y de maderos que flotaban, esperando nos fuese a tomar. Los botes estaban todos averiados por nuestras balas, de manera que para arreglarlos se demoraron algún tiempo en ir a salvarnos.

Permanecimos en el agua copio media hora más o menos. Cuando subimos a los botes ya algunos estaban fatigados y habrían resistido poco más.

Un guardia marina peruano, cuyo nombre se me escapa, en el momento de pasar a Zegers la mano para subirlo al bote, le dijo en ese tono que les es peculiar: “Recibid la hospitalidad generosa que el vencedor da al vencido.” Con toda prontitud le fue contestada tan estrafalaria ocurrencia, y a no haber sostenido a Zegers la prudencia, aquello habría tenido un fin desagradable.

Es cosa de notarse que después del hundimiento no apareciese flotando un solo cadáver. De los salvados solo dos estaban heridos levemente; los otros, si tenían algo, eran pequeños rasguños causados por las astillas que sacaban las balas del enemigo.

Una vez que todos estuvimos embarcados, los botes hi­cieron rumbo al Huáscar, y pocos momentos más tarde es­tábamos en su cubierta, donde permanecimos mientras concluían de subir todos los compañeros.

La mayor parte estábamos completamente desnudos. Los que no habían podido desembarazarse de su ropa antes de sumergirse, lo hicieron después para tener más liber­tad al andar. Sin embargo, muchos marineros se pusieron dos trajes para no perder su ropa.

Una vez que todos estuvimos reunidos nos hicieron ba­jar a la cámara de Grau. Aquella entrada fue por demás conmovedora. Los primeros compañeros que llegaron reci­bieron con los brazos abiertos y lágrimas en los ojos a los que íbamos entrando en seguida. El ardor de la pelea, iba dejando paso a la tranquilidad, y entonces el recuerdo de seres tan queridos para todos, como los que habían sucumbido en la lucha, cubrió de luto por completo el corazón a de los que habíamos sido testigos del valor y heroico sa­crificio. Durante el combate no había sido, posible llorarlos como merecían y como se les sentía, sino tratar de vengar su muerte.

A esas lágrimas consagradas a la memoria de los héroes se mezclaron y sucedieron los abrazos y felicitaciones del a oficialidad peruana. Todos unánimemente elogiaron y enco­miaron en sentidas y bien coordinadas palabras la heroica conducta de Prat, Serrano y demás que los acompañaron, así como tenaz resistencia de los que tenían ahí presentes.

Lo primero que hicimos fue preguntar por Serrano y por Riquelme, cuya suerte en esos momentos no conocíamos. Creímos al principio que pudieran estar con los demás de la tripulación; pero después de ir a buscarlos un oficial pe­ruano, nos convencimos que los habíamos perdido.

En la sucesión de los acontecimientos de aquel día los unos parecían que borraban los precedentes. Como que ca­da una de las peripecias de aquel legendario combate pare­cía producir la más honda impresión en nuestro ánimo. Ha sido después de ese día, con el espíritu tranquillo ya, con la sangre no circulando tan rápidamente como en el furor de la pelea, cuando se han podido ver claro todos los deta­lles. La memoria descorriendo el velo que cubría los cua­dros de su admirable gabinete, nos mostró uno a uno los diversos episodios de esa lucha inolvidable.

Varias veces solicitamos que se nos dejase ver a Serrano, que, según se nos dijo estaba vivo aun; pero se nos negó tan justo deseo. El doctor Guzmán, que en su carácter quiso tener la satisfacción de asistirlo en sus últimos momentos, obtuvo la misma negativa; y en vez de haberlo complacido lo llevaron para que fuese  ver al teniente Velarde y a un marinero que estaban heridos.

Serrano vivió todavía tres horas, que según el doctor Távara, consagró al recuerdo de su simpática y querida es­posa y al de toda su familia. No permitió por nada que le diesen ningún narcótico, porque él quería estar hasta su último suspiro en el pleno uso de sus facultades.

Entre tanto, el Huáscar seguía navegando, pero no sa­bíamos con que rumbo. La puerta de la cámara estaba guardada por un centinela y todo lo demás herméticamente cerrado; de modo que para el mar no se podía ver nada. La cámara así habría estado completamente oscura si una lámpara encendida no la hubiese iluminado. Algunos rayos de sol que entraban, sin embargo, por la cubierta, pri­mero, y después un compás que se notó y que Uribe disi­muladamente se puso a observar, nos dieron la evidencia que navegábamos al Sur.

Algunos de los oficiales peruanos se habían conocido en mejores tiempos con otro de sus prisioneros. La conversación se redujo entonces a recordar las buenas horas que habían pasado, y a preguntar por varios oficiales chilenos que se encontraban en nuestra escuadra.

Al rato de haber entrado a la cámara, nos hicieron ser­vir un poco de cerveza y de coñac con unas cuantas galletas. Esto nos vino perfectamente porque entramos un poco en calor. El baño que nos habíamos dado y el estado de desnudez en que estábamos hacia algún tiempo, nos tenía dando diente con diente.

Charlábamos amigablemente con la oficialidad peruana cuando llegó el contra-almirante Grau, y parándose en la puerta de su cámara hizo un seco y frio saludo a los que estábamos en ella. Preguntó en seguida por el comandante de la Esmeralda, pero sus oficiales le dijeron que ahí solo estaba Uribe, su segundo, a quien le presentaron.

No recuerdo las palabras que pronunció esa vez, y sí ten­go muy presente, que todas se dirigieron a encomiar la va­liente y resuelta conducta de los tripulantes de la Esmeralda. Terminó aquella visita diciéndonos algo en que parecía trataba de consolarnos en nuestra triste condición de náufragos y prisioneros.

No sé a punto fijo cuánto tiempo después de estar a bordo de la nave enemiga se nos  presentó el almirante Grau.

En aquellas circunstancias, en que tentamos el ánimo dominado por las terribles escenas que habíamos presenciado y por el aniquilamiento consiguiente a un día de duro trabajo y de vigilia, nuestro espíritu se abstraía a veces com­pletamente de lo que nos rodeaba. Solo  el recuerdo de lo pasado y la suerte de nuestros compañeros era lo único que nos preocupaba.

Así se explica, por ejemplo, que para algunos de noso­tros no tuviese la menor novedad la presencia del contra­almirante en el recinto en que nos encontrábamos; para otros esa visita solo tuvo el aliciente de una mera curiosi­dad. Sin embargo, coordinando los recuerdos de aquellas escenas que pasaron hace un año justamente, podemos en vista de ellas presentar al contra-almirante como un tipo que no ofrece nada de notable.

Nuestra crítica situación de náufragos no le inspiró nin­guna compasión. Todas sus manifestaciones se redujeron a meras palabras.

Ya se ha visto la conducta que observó cuando pedimos ver a Serrano, y más adelante veremos cómo se condujo con el comandante Prat, y el lector se convencerá cuánto de inexacto tienen todas las relaciones que han circulado aquí respecto de los últimos momentos de Prat en el camarote de Grau.

Todo aquello es completamente falso: el comandante de la Esmeralda encontró su muerte en la cubierta del monitor enemigo y su cadáver permaneció en el sitio del sacrificio hasta que le bajaron a tierra, llevándolo al día siguiente al cementerio junto con el de Serrano en su carretón de policía.

Se ve, pues, que el almirante Grau no tuvo para con nosotros, ni para con los muertos, ningún sentimiento que le eleve a la altura en que lo han querido colocar.

Como militar, su conducta en el combate mismo, no fue de lo más Hidalgo: gastó un excesivo lujo de fuerza y de rigor. Habría podido hundir a la Esmeralda con solo hacer uso del espolón de su nave. Habría también ahorrado así la sangre generosa de tantos mártires que sucumbieron en defensa de su pabellón.

Grau, al contrario, quería sangre, y por eso al separar el espolón de su buque del costado de su antagonista, descar­gaba su gruesa artillería a toca peñoles, acompañándola con un nutrido fuego de fusilería y ametralladoras. Aquello no fue un combate leal, fue solo un cobarde asesinato.

Los admiradores de Grau podrán decir de él lo que quieran pero a su vez la sangre de Prat, Serrano y demás que sucumbieron, servirán de contrapeso y harán aparecer al hombre tal cual fue.

El monitor seguía siempre navegando, pero detuvo su marcha cuando menos lo pensamos. Se sintieron voces en cubierta de echar botes y poco después embarcar botes.

Se oyó también el habla de personas que se saludaban.

Nada de esto nos podíamos explicar. Solo después hemos podido presumir que en esos momentos estábamos en Pun­ta Gruesa y que los botes que echaban al agua era para salvar a los rendidos y náufragos de la Independencia. El comandante Moore había sido tomado ahí a bordo del Huáscar.

Después de esto el buque se ponía nuevamente en mar­cha con su mismo rumbo.

Segura, el ayudante de cirujano de la Esmeralda, estaba en el camarote de un oficial peruano, el que lo había lleva­do ahí para proporcionarle alguna ropa. Se hallaba vistiendo cuando se le presentó otro oficial, y disimulando la comisión que llevaba, le preguntó cuánto andaba  la Covadonga. Segura le contestó que no sabía a punto fijo, pero creía que su andar era de 10 a 11 millas por hora.

Después he visto una carta de un oficial de la marina peruana dirigida a un amigo en el Perú en que se habla de estas mismas preguntas hechas al ayudante Segura.

En ella se afirmó que creyeron al Covadonga de mucho andar y desistieron de perseguirlo. Supusieron que entrada la noche tomaría rumbo Norte e iría á dar aviso a la es­cuadra chilena de lo ocurrido aquel día. Con esta creencia, pasó el Huáscar toda la noche cruzando frente a Iquique para cortar a la Covadonga en su imaginario viaje.

Después  de este incidente el Huáscar cambiaba de rum­bo y se dirigía al Norte.

Hacía más de tres horas que nos habían sacado del agua, y solo dos o tres estábamos medio cubiertos; los demás tiri­tábamos de frío, completamente desnudos.

El espectáculo no les debía desagradar, porque todo se reducía a hablar: que trajeran ropa, y la ropa no parecía. Al fin llegaron con algunos trajes de marinero que nos repartieron y que nos pusimos en el acto.

Fue cosa particular que en la numerosa y escogida oficia­lidad del Huáscar, la flor de la marina peruana, como se decía, no tuviesen unos cuantos trajes para cubrir la des­nudez de unos pocos náufragos.

La noche se acercaba, y estando ya con el burdo traje del marinero que nos debía acompañar hasta fines de Ju­nio, entró por segunda y última vez el contra-almirante Grau y nos dijo:—“Siento no estar más con ustedes, pero la clase de expedición que tengo que hacer en el Sur, me impiden tenerlos por más tiempo en mi compañía. Van a quedar bajo la custodia de las autoridades de tierra, aquí en el puerto de Iquique. Pueden ustedes salir.”

Al pararnos notó que todos estábamos descalzos y ordenó se nos trajese de los calamorros de la tripulación. En unos cuantos segundos estábamos listos para marchar, pues al elegir el calzado, solo nos fijamos que entrase el pie.

Subimos a cubierta, donde había muchos jefes de tierra, y nos condujeron al costado de
estribor, donde debíamos embarcarnos en un bote que nos desembarcase.

El guardia marina entonces, Vicente Zegers R., al ver a su lado un carácter sobre cubierta y a pocos pasos de donde pasábamos, se acertó a él y le descubrió el rostro que lo ocultaba la levita que vestía.

Reconoció inmediatamente a su querido comandante Prat.

Su frente mostraba la profunda y ancha herida que seis horas antes el plomo peruano hiciera traidora y cobarde­mente. Su rostro estaba bañado en su propia sangre, coa­gulada ya. Aquel examen fue rápido; no había tiempo para más. Uno a uno empezamos a embarcarnos en el mismo bote que conducía en proa un cadáver más. Nosotros íba­mos a popa.

Habíamos empezado aquel día entre muertos e íbamos a terminarlo de la misma manera. Y como si la magnanimidad de nuestros enemigos nos hubiese permitido acompañar a su última morada los restos queridos de algunos de nuestros compañeros muertos aquel día, el cadáver que llevábamos delante era el del simpático y esforzado Serrano.

Todos íbamos con la cabeza descubierta porque la prodigalidad de nuestros enemigos no alcanzó para darnos con que cubrirla. Y con esto parece que hubieran querido comple­tar el fúnebre cuadro de ese inesperado acompañamiento. El sol se había puesto ya, y la última claridad de la tarde iluminaba apenas la bahía. El bote que nos conducía se acercaba rápidamente al muelle. Los diez prisioneros que íbamos en él pusimos pié en tierra cuando la postrer vislumbre del crespúsculo nos permitía solo distinguir el conjunto de un pueblo entero que ansioso esperaba nuestra llegada.           

Por lo que respecta al combate, creo, con lo expuesto, ha­ber cumplido la promesa que hice a algunos amigos de es­cribir algo sobre aquel memorable acontecimiento que con tan justa alegría celebramos hoy todos los chilenos.

JUAN A. CÁBRERA GACITUA.

Santiago, Mayo 21 de 1880.


 

[1] Ahumada Moreno, Pascual. Tomo I. Páginas 371 a 376


 

 


 

 

 

 

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