La Guerra del Pacífico: Los Héroes Olvidados, Los que Nunca Volverán 

 

 

 

 

Un hombre solo muere cuando se le olvida

*Biblioteca Virtual       *La Guerra en Fotos          *Museos       *Reliquias            *CONTACTO                              Por Mauricio Pelayo González

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Cuando a tu paso tropieces con una lápida, aparta la vista para que no leas: AQUÍ YACE UN VETERANO DEL 79. Murió de hambre por la ingratitud de sus compatriotas.

Juan 2º Meyerholz, Veterano del 79

 

 

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Las tropas chilenas de la expedición Letelier se habían dispersado en pequeñas guarniciones por cada pueblo de la sierra peruana. Estas estaban siendo rodeadas por miles de indígenas sublevados contra el Ejército de Chile. Se hacia imprescindible reorganizar las fuerzas de la división, reunirlas y replegarse lo antes posible hacia el norte para retirarse de la sierra y evitar una posible derrota,

El lugar elegido para cruzar en retirada fue el paso cordillerano de Las Cuevas, el cual debía ser resguardado para poder facilitar el paso de la división chilena hacia Casapalca.  El paso las Cuevas quedaba entre los pueblos Quillacancha y Quillacocha a más de 3.500 mts. de altura.

Las fuerzas elegidas para esta difícil tarea fue una compañía del el regimiento Buin al mando del Capitán José Luis Araneda, los que deberían resistir hasta que pasara la división Letelier. La delegación del Buin estaba compuesta por un capitán, tres subtenientes, 78 hombres de tropa y un corneta. Este ultimo, cabe resaltar, era un muchacho de sólo 10 años llamado José Avelino Águila.

Después de una agotadora travesía por interminables cordones montañosos, los buines llegaron a su destino. Al observar a su alrededor encontrado una hacienda, llamada Hacienda Sangrar, a poca distancia. Decidieron ocuparla, para así sortear el viento, la nieve y el frío. El nombre de la hacienda iba a resultar profético para lo que ocurriría.

Esta era de propiedad del peruano don Norberto Vento, que al enterarse que las tropas chilenas lo habían ocupado, se las ingenió para que el Brujo de los Andes, como llamaban a Andrés Cáceres,  mandara a oficiales peruanos con sus montoneras a eliminar a los intrusos. Las tropas iban al mando del coronel don Manuel Encarnación Vento (hijo del propietario) y contaba con 450 soldados bien armados y aproximadamente mil indios. Eliminar a los intrusos de la hacienda se había tornado en algo personal.

El capitán Araneda, decidió dejar sólo a un grupo de 14 hombres en el paso Las Cuevas como centinelas, dos en las cumbres. El sargento Bisivinger, un cabo y 5 soldados, habían ido por víveres a una hacienda vecina llamada Capillayoj; el cabo Oyarse con 4 soldados al poniente de vigías. Los 53 restantes terminaron  instalándose en la hacienda.

Mientras todo esto ocurría La División Letelier, debido a fuertes tormentas que azotaban la zona, tuvo que volver su marcha al camino de Oroya, cruzando por el paso Piedra Parada hasta Casapalca. Los buines habían quedado aislados en espera de tropas que no llegarían.

Aravena confiaba en que no serían atacados aún, de lo contrario, los centinelas con la voz de aviso darían tiempo para el regreso de los hombres.

Las fuerzas peruanas después de una muy difícil travesía y con sus huestes hambrientas, sedientas y agotadas, comenzaron a bajar por la Garganta de Colac, encontrándose con la patrulla del sargento Zacarías Bisiviger. Las tropas rodearon a los chilenos, trabándose un breve pero fulminante combate donde resultaron muertos todos los chilenos, evitando así que dieran aviso a sus compañeros en la hacienda. Sin embargo los fuertes estampidos provocados por las balas, habían sido oídos en la hacienda por los chilenos.

En ese mismo momento el centinela Pérez avistaba al enemigo.

El niño corneta a la orden de su capitán tocó “a tropa”, haciendo volver a los soldados a Sangrar, menos los vigías que permanecieron en sus puestos.

Era la tarde del 26 de Junio de 1881. Había comenzado el ataque de las montoneras sobre los buines. Repartidos 15 soldados en las Cuevas al mando del sargento Blanco; 4 oficiales y 50 soldados distribuidos entre la capilla y la casa principal de la hacienda, estaban dispuestos y preparados a resistir.

Varios centenares de indígenas escalaban los cerros para tomar por asalto a los soldados de Las Cuevas, siendo repelidos por éstos y buscando el momento adecuado para poder bajar a reunirse con el resto de sus compañeros.

Pero mientras más indios mataban, más llegaban, cortándoles así el paso. La misma escena se repetía en Sangrar, los del Buin a resguardo entre las paredes de piedra, disparaban sobre seguro, causando gran mortandad en las montoneras.                          

Ya llevaban más de tres horas de combate. El grupo del subteniente Guzmán tuvo que replegarse hacia la capilla, contaba ya  cuatro muertos y siete heridos. Otro tanto ocurría en la casa principal de la hacienda. El combate era sin cuartel, hasta que se siente el toque de corneta de las tropas peruanas, ordenando alto al fuego. Las montoneras dejaron de atacar, dando un respiro a las tropas chilenas.

Fue el momento en que se les ofreció una rendición digna a los chilenos, prometiendo toda clase de garantías para salvar sus vidas. Sin embargo Araneda sabía que los indígenas los despedazarían si se rendían, pues no podrían ser controlados por sus oficiales. Además tampoco se daban por perdidos ya que contaban con una importante cantidad de munición. El capitán Araneda da la orden de tocar calacuerda en respuesta al oficial peruano. La batalla continua.

Las montoneras peruanas atacaron con renovada furia haciendo replegarse nuevamente a los chilenos.

Una sombra de duda cruzó por la mente del coronel Vento. ¿Llegaría el grueso de la división chilena?. Sus tropas y montoneras estaban agotadas por la travesía y por el combate. Tampoco habían podido descansar, comer o beber algo ya que esta lucha se había alargado más de lo que él estimaba necesario. Ya no se sentía tan seguro de la victoria, pensaban que en cualquier momento caería sobre ellos el grueso del Ejército chileno.

Debían eliminar a los chilenos lo antes posible, por lo que da la orden de atacar nuevamente en forma continua y sin descanso, por lo que cada nuevo ataque que efectuaban era más feroz que el anterior.

Vento ordena quemar la capilla para hacer salir al enemigo que ahí estaban. Los chilenos cargan a la bayoneta saliendo desde la capilla hacia la casona principal, pero no les fue posible ya que las montoneras les cortaban el paso

El Teniente Guzmán opta, como única salida, desviarse hacia Las Cuevas y juntarse con la tropa de Blanco.

En ese momento, en la casona principal cesaron los disparos. Los sobrevivientes del paso Las Cuevas, pensando que posiblemente que el capitán con sus soldados habían sido muertos, decidieron replegarse hacia Casapalca en busca de refuerzos, con una mínima esperanza de poderse salvar ellos y a sus compañeros estancados en Sangrar.

Mientras los soldados iban por ayuda hubo un silencio sepulcral, ambos bandos habían dejado de disparar. Todo ruido era amortiguado por los copos de nieve que caían.

Los chilenos en la hacienda pensaban que habían quedado solos y que tendrían que resistir hasta la muerte, pues ya no había salida. Los peruanos creían que en cualquier momento llegaría la esperada ayuda para los valientes del Buin.

Los buines estaban perdidos, la única posibilidad de sobrevivir era engañar a las tropas enemigas, si eso no resultaba, sería su fin. Araneda y sus soldados debían hacer creer que eran muchos los chilenos que aun sobrevivían y la forma de hacerlo era gritando órdenes lo suficientemente fuerte para que fueran escuchadas por los enemigos.

Araneda y sus soldados empiezan una brutal descarga de fusilería contra los peruanos. Los soldados se multiplican y corren en dirección de las ventanas de la casona. Para no perder tiempo y así poder hacer creíble su plan, los heridos iban cargando los fusiles, dejándolos listo para disparar. Se repetían las órdenes y el mismo procedimiento una y otra vez. Vento, exasperado por tanta resistencia, reunió a sus oficiales para ver que decisión tomar.

Mientras esto pasaba, en la hacienda el capitán Araneda ideaba otra forma de convencer a los peruanos que las tropas de ayuda si vendrían en su ayuda. Ordenó a sus hombres reírse y festejar, como si hubieran vencido, demostrando así confianza y tranquilidad, mientras él comenzó a escribir en un papel un comunicado de guerra firmado por el Comandante Letelier, dirigido a él mismo, con fecha del día anterior. En comunicado supuestamente Letelier le avisaba a Araneda que llegaría el presente día a Las Cuevas, con 600 hombres muy bien armados en su camino hacia Casapalca. Luego tomó el papel y junto a una piedra lo lanzó cerca de sus atacantes, que al encontrarlo, creerían que se le había caído al capitán chileno. El truco dio resultado.

El falso documento fue encontrado y llevado al coronel Vento. Éste quería hacer pagar con sangre a los intrusos que moraban en su propiedad, pero sus oficiales, le hacían ver que las tropas enemigas estaban por llegar. Los lugartenientes de Vento, después de 12 horas de lucha, al no poder vencer a los buines y engañados por ellos, comenzaron a explicarle a su Coronel que sus tropas estaban agotadas y que llevaban mas de 30 horas sin beber ni comer.

Vento sabiendo que, si la resistencia chilena se mantenía, muy pronto las montoneras, agobiadas por el cansancio, hambre y sed podrían dispersarse o lo que seria peor, volverse contra él.

Los refuerzos chilenos estaban efectivamente por llegar. El teniente Guzmán había logrado llegar a Casapalca, desde donde partieron los regimientos Esmeralda y el 3º de Línea en ayuda de sus compañeros.

Mientras tanto Vento organizaba el ataque final, más brutal y fiero, con todas las fuerzas de que disponía dispuesto a barrer con los intrusos. Los indios se peleaban por entrar a la casona, pero cada uno que lo intentaba, era muerto a bayoneta o sable. Treinta y ocho atacantes cayeron en el último avance.  Finalmente, tanta muerte introdujo el pánico entre los indios. Bastó uno que huyera gimiendo, para que el resto lo siguiera.

El coronel Vento al ver que sus tropas indígenas huían en diferentes direcciones y sabiendo que con sólo los oficiales que contaba no podría darle batalla al grueso del Ejército enemigo, tuvo que resignarse y partir.

Cesaron los tambores produciéndose un silencio tétrico en el lugar, los chilenos no sabían que pasaba, pero seguían en guardia. Al amanecer recién pudieron percatarse que las tropas enemigas se habían retirado durante la noche.

A la 6:30 de la mañana llegaron los refuerzos chilenos tan largamente esperados. Los soldados del 3ro. y del Esmeralda miraban con ojos desencajados por el espanto la escena que iban presenciando mientras llegaban a la hacienda: muchos cuerpos esparcidos por los alrededores, las bodegas y la capilla de la hacienda destruidas por el fuego, jamás pensaron que alguno de sus compatriotas habría podido sobrevivir. Pero algo les pareció muy extraño, la tricolor chilena, aún seguía flameando en su lugar, lo que significado que Araneda y sus bravos buines habían logrado resistir.

 


 

 

 

 

 

 

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